José María Contreras Espuny | 03 de septiembre de 2021
Al saberme subyugado por la acariciadora tiranía de mi hija menor, cobraron sentido algunos hechos en retrospectiva.
Mi hija Matilde ha descubierto que existe una cosa llamada «dictadura» y está que revienta de contenta. Ni siquiera el chocolate la hizo tan feliz; y eso que el chocolate la entusiasmó: aunque con reticencia al principio porque la onza se le derretía en los dedos, cuando se decidió a probarlo, los ojos le florecieron de golpe. Acababa de entender una de las razones por las que los mortales nos agarramos como garrapatas a este mundo y se tiró toda la tarde con una resplandeciente sonrisa amarronada. Y si bien el chocolate le sigue pareciendo un buen invento –me obliga a abrirle las Galletas Príncipe como si fueran ostras–, ha descubierto que la dictadura es, dónde va a parar, mucho mejor.
Como se hizo con el poder a la chita callando, tardé en saberme un padre decorativo, borbónico. Me avisó mi abuela Conchita, voz autorizada en cuestiones dictatoriales porque, a sus 93 años, ha visto al franquismo nacer, construir pantanos y morir. Estábamos en su terraza y yo iba detrás de la niña rehaciendo lo que, con encantadora e indesmayable malicia, ella deshacía. ¡Uy!, exclamó, esta niña te tiene dominado. Y entonces caí en la cuenta de que, uno, no le faltaba razón; dos, en realidad llevaba un tiempo bajo la bota del matildismo; y, tres, no iba a hacer nada para remediarlo, ya que, a estas alturas y sin práctica ninguna, no sabría ni por dónde empezar a ser demócrata.
Eso sí, al saberme subyugado por la acariciadora tiranía de mi hija menor, cobraron sentido algunos hechos en retrospectiva. Entendí, por ejemplo, su obsesión con mi despacho, al que todo ser que alienta, salvo servidor, tiene prohibida la entrada. Como el picaporte está a punto de romperse, emite un sonido peculiar que Matilde reconoce desde cualquier habitación de la casa. No se ha abierto un resquicio aún y la niña está allí plantada, la barriga por delante y el corazón lleno de afán imperialista. ¿Dónde está Matilde?, pregunta la madre cuando se le escabulle. ¿Dónde va a estar? En mi despacho, a manotazos con el portátil, con la papelera a modo de capirote o dedicada a arrugar con saña algún Chesterton de la librería.
Supuse que esa fijación por lo prohibido se debía a que, quieras que no, le cabalga por dentro, a mujeriegas, la sangre de Eva y de todas las esposas de Barba Azul. Me equivocaba, al menos en parte. Ahora sé que no lo hace tanto por mujer, que a lo mejor también, sino por tirana. En la sociedad que sueña no puede haber zonas vedadas para ella ni intimidad posible para su pueblo. Tampoco demasiados libros. Y no quemar, que aún no entiende el fuego y apaga las velas a mandobles, pero sí planea mordisquear y engurruñar hasta hacer ilegibles todos los libros que no hablen de ella. Lo que no sabe todavía es que los de Chesterton, a los que tanta ojeriza tiene, de algún modo lo hacen y sus páginas están llenas de profecías sobre el matildismo.
También ha decretado que, con 18 meses de vida, no volverá a ir en carrito por el pueblo; no es digno. Puede que alguna vez se deje llevar a hombros para atalayar el mundo que acaudilla, pero por lo general prefiere ir a pie; y, por supuesto, salvo que ella lo haya solicitado previamente, sin que nadie le coja de la mano. Y debido a que sus andares sirven más para lucirse que para desplazarse, tardamos una eternidad en llegar a cualquier sitio. Además, al ser una dictadora populachera, un poco peronista, va, como me dijeron un día, «haciendo ruido»: se deja saludar, dice adiós con la manita y se sienta al azar para mantener largas conversaciones con el vulgo a base de las dos palabras y media que conoce. Sus hermanos se desesperan y nos dejan atrás, a ella y a mí, su guardaespaldas, su sombra.
Y sus dos hermanos son un problema que colea desde hace tiempo. No son ni de lejos tan sumisos como el padre y, aunque a menudo Matilde consigue imponer su voluntad, enseguida se desmandan y la expulsan del cuarto o le arrebatan, en el colmo de la desfachatez, el juguete que ella antes les había confiscado. Puede tomar represalias por su cuenta –se le da muy bien, por ejemplo, utilizar sus puzles de felpudo–, pero lo común es que recurra a su brazo armado, es decir, a mí, gimoteando y frotándose los ojitos a puño entero. Entonces llego yo, pendones al viento, y restablezco la injusticia.
No obstante, su absolutismo no es de naturaleza violenta. Ha de utilizarla porque la gente es dura de mollera, pero solo lo hace de manera excepcional. En contra de lo que aconsejaba Maquiavelo, prefiere ser amada a ser temida. Se sabe querida y, sobre todo, querible, y en eso radica su poder. Así, si sospecha que mi obediencia se agrieta o me ve confabular en cuchicheos con su madre –que mi hija hablar no habla, pero entender entiende–, viene apresurada y me gana con el ofrecimiento de la espuma tibia de sus mejillas. Nunca besa, pero a veces consiente ser besada. No está hecha parar querer, que es cosa plebeya, sino para ser querida.
Lo que ella no sabe es que está a punto de ser destronada, y eso la reviste de una grandeza trágica. La barriga de su madre crece por días y se oye ruido de sables en su interior. De ser un varón lo que esperamos para noviembre, no habría de qué preocuparse, pues solo una mujer puede derrocar a otra. Sin embargo, a tenor de las tinieblas del ecógrafo, es una niña, una semejante, lo que allí palpita con el inconfundible ritmo de las fábricas de la guerra.
A menudo estoy tentado de advertírselo, pero nunca llego a hacerlo: no quiero dejar caer una sombra sobre sus paseos palaciegos ni que su cesarismo adquiera un aire desesperado. Los idus de noviembre llegarán, pero haré como si nunca fueran a hacerlo, como si el Reich estuviese destinado a durar mil años y la artillería enemiga no iluminara cada noche el horizonte. Y hasta finales de noviembre o principios de diciembre, seré eternamente fiel a la rubicunda tiranía de mi hija, a un matildismo que, sea premio o castigo, es mucho más de lo que merezco.
Hoy, cuando lo virtual adquiere una presencia creciente en nuestra sociedad, los niños y los libros nos impiden disolvernos en la nada. Ambos llegan para quedarse.
El mundo tendría peor ventilación sin alguien lanzando los ojos al techo de la oficina o dibujando monigotes en los márgenes de un libro de texto.